2006-09-27

Curiosa historia de Luis XIV y la musica

Procedente de Opus Musica

Luis XIV

Los dolorosos problemas de un real culo: la fístula in ano de Luis XIV...

El Rey Cristianísimo estaba inquieto, molesto, dolorido "por un tumor que le ha salido en el trasero; ha guardado cama todo el día", anotaba en su diario un aristócrata cortesano en febrero de 1686. Le molestaba al andar, le dolía al sentarse, parecía estallarle, y con él todo el cuerpo, si montaba a caballo. Le pusieron ungüentos y cataplasmas, le dieron purgas, lo sometieron a severos regímenes alimenticios. Nada. Algunos eran hasta contraproducentes. El rey no podía seguir sus actividades ordinarias. Quería trabajar, despachar, pasear, cazar... Y trabajaba, despachaba, paseaba, cazaba... pero a menor ritmo y siempre con la puñetera fístula jodiendo de lo lindo.

[Al margen y antes de continuar: en el siglo XIX uno de los grandes historiadores franceses, Jules Michelet, le concedió tanta importancia a este asunto que llegó a hablar de un antes y un después de la fístula en la vida y el reinado de Luis XIV y, por lo tanto, en la historia de Europa; hoy las interpretaciones de los historiadores van por otros derroteros].

Un día retirado, otro en cama, el siguiente "tomando medicina"... Los rumores se desataron. Y los embajadores transmitían noticias (contradictorias) e inquietud a sus cortes. El rey de Francia está enfermo. Está mejor. Ha empeorado. Hoy ha salido y ha impuesto sus manos a un batallón de escrofulosos. Taumaturgo con los demás e impotente consigo mismo. Los más osados dijeron que estaba a las puertas de la muerte. Incluso hubo rumores de que había fallecido, lo que supondría grandísimos cambios en Europa.

Pero no, Luis XIV estaba vivito y coleando, aunque jodido, muy jodido. Y en su fuero interno empezaba a desesperarse, maldecía su condición humana y urgía al médico real, D'Aquin, a que buscara una solución. Se dijo que se estaban ensayando en otros enfermos del mismo mal pócimas y remedios diversos para después aplicar los más efectivos al monarca. Pero no parecía haber ninguno bueno. D'Aquin sugirió que no estaría mal un viaje al balneario de Barèges. Empezaron a preparar las cosas. Luego se pensó si merecería la pena someter a Su Majestad a la tortura de un viaje de doscientas leguas para probar un remedio, cuando menos, dudoso. La corte, que había empezado a regañadientes los preparativos, respiró aliviada cuando se anunció la suspensión del viaje.

La única solución era la cirugía. Pero no parecía ser del agrado real. Por miedo, anotó en secreto y con mala leche un cortesano en su diario. Porque se trataba de una operación peligrosa, se decía oficialmente.

El que sí estaba muerto de miedo era Charles Félix de Tassy, el cirujano real. En su vida había operado una fístula. Pero encontró la forma de adquirir experiencia rápidamente. Pidió que se enviaran a París todos los enfermos del mismo mal que se pudiera. Y empezó a operar fístulas a destajo. Ideó también un bisturí especial. De plata se lo construyeron. Y desde entonces se llamó bisturí real.

Finalmente, el rey se decidió a someterse a la operación. El 17 de noviembre, de vuelta de Fontainebleau, se encontró incomodísimo en el paseo por los jardines de Versalles (todo un numerito debió de ser ver al rey intentando mantener el porte obligadamente majestuoso con el culo, a cada nuevo paso, en plena efervescencia de dolor). Reunió en secreto a sus médicos. La operación sería al día siguiente.

El día 18, a las ocho de la mañana, cuando entraron médicos y cirujanos (actuaba de testigo y posible ayuda otro más, afamadísimo él) en la cámara real, vieron que el rey "dormía profundamente, prueba evidente de la tranquilidad de su alma", anotó D'Aquin en sus papeles. Le despertaron, preguntó con naturalidad si estaba todo listo, se arrodilló a los pies de la cama, rezó en silencio y, elevando los ojos al cielo, murmuró: "Dios mío, me pongo en vuestras manos". Volvió a la cama, adoptó la postura idónea y dio orden a Félix de que empezara la operación. "El rey no gritó y dijo solamente ¡Dios mío! cuando se le hizo la primera incisión" (no, esto no quiere decir que Luis XIV fuera necesariamente un ejemplo de valentía y aguante; lo necesario era recoger y transmitir esa imagen). Y luego "le dijo a Félix que no ahorrara ni un corte, que le tratara como al más ínfimo particular de su reino".

Félix siguió actuando, incisión aquí, corte allá, envuelto en un sudor frío. Una sangría en un brazo dio por acabada la operación (gloriosas prácticas quirúrgicas las de entonces: para recuperarse de una operación, nada mejor que debilitar el cuerpo con una nueva y copiosa efusión de sangre). Y el rey pudo reanudar su vida ordinaria con relativa normalidad. La ceremonia de levantarse de aquel día sólo se retrasó una hora y aquella misma tarde, después de comer, asistió a un consejo.

[Otro inciso. Habrán leído, quizá, que fue tanta la tensión a que estuvo sometido Charles Félix, el cirujano real, durante la operación, que desde entonces le quedó un incurable temblor en la mano. No hagan caso: sólo fue en su vejez cuando se vio afectado por una enfermedad nerviosa que le produjo dicho temblor; pero la leyenda que les he dicho era más bonita y fue lo que se contó después].

La convalecencia, sin embargo, fue larga y transcurrió no sin contratiempos y hasta finales de diciembre de 1686 no se anunció oficialmente la curación total.

...y su fatal influencia en la historia de la música

Entonces, y como era habitual en toda celebración de algún acontecimiento real favorable, se oficiaron y cantaron cientos de Te Deum en las iglesias de Francia (sobre todo, en las parisinas) para agradecer al Altísimo la curación del más alto de los mortales. Nos fijaremos especialmente en uno. El que Jean-Baptiste Lully organizó y dirigió en la iglesia de los Padres Bernardos de la calle de Saint Honoré de París.

Baptiste llevaba algún tiempo muy preocupado y cariacontenido. En la corte, con el ascenso de Madame de Maintenon y sus devotos -y respondiendo a alguna torpeza cometida por los afectados- había comenzado una campaña contra el clan de los italianos, del que Lully (y no por su nacimiento) formaba parte. No hacía mucho que habían salido a la luz las escandalosas relaciones del compositor con su pajecillo Brunet y el rey le había hecho saber, tras mandar encerrar al paje (tuvo suerte: en otros sitios o en otras circunstancias le habrían quemado vivo), "que le perdonaba su pasado, pero que en el futuro cuidara mucho su conducta". Fue la primera prueba de la desafección real. Inmediatamente vino el creciente desinterés del rey por su música. Llegó a decir -¡qué cambio, mon Dieu!- que le cansaba. Y Armide, su obra maestra, no llegó a estrenarse en Versalles.

Lully pensó que sería una buena ocasión para recuperar el favor real. Eligió el Te Deum preferido del monarca, el que había compuesto años atrás para el bautizo de su propio hijo, apadrinado por el rey. Y tiró la casa por la ventana. Bueno, sin exagerar, que Baptiste siempre fue muy cuidadoso con sus dineros: él corrió con los gastos de la música, pero los de la decoración de la iglesia y del capítulo que podríamos denominar "varios e imprevistos" (que, como veremos, no fueron pequeños) se los endosó a los monjes.

Se anunció a bombo y platillo para el día 8 de enero. Se había construido en la iglesia un anfiteatro para los músicos (100 voces y 50 instrumentistas), el templo estaba suntuosamente decorado con tapicerías (procedentes, por cierto, de los almacenes reales), construcciones efímeras, símbolos y alegorías dorados, infinidad de luces... Ofició la ceremonia el nuncio papal, acompañado de varios obispos y otros eclesiásticos, revestidos con los ornamentos que había donado al monasterio la difunta reina Ana de Austria, madre de Luis, y asistieron el Delfín y algunos embajadores extranjeros.

La expectación fue tal que el día del ensayo general un fraile, desesperado porque no sabía cómo contener a los muchos que pugnaban por entrar en una iglesia ya abarrotada, llegó a amenazarles con una alabarda. El día ocho los primeros asistentes empezaron a llegar a las 10 de la mañana cuando el acto litúrgico estaba anunciado para las cinco de la tarde (no lo tomen al pie de la letra: cuando en la Francia moderna un espectáculo despertaba gran expectación, siempre se decía que los primeros habían empezado a llegar a las 10 de la mañana). Y los Bernardos tuvieron que servir aquel día unas doscientas comidas extras para los invitados notables que se les acoplaron.

Fue, como se esperaba, una ceremonia magnífica. Todo salió a la perfección. Menos los cálculos de Lully. Para empezar, no fue el más suntuoso Te Deum celebrado en París. O no quedó oficialmente como tal. Unos días más tarde se celebró otro, sufragado por los cinco grandes financieros arrendatarios de los impuestos, con escenografía de Vigarani y música de Lorenzani, que se llevó la palma. Malo, en una época en que tanta importancia tenían los símbolos y las precedencias. Y en público se elogió más -con toda intención, evidentemente- la música de Lorenzani que la de Lully. No sirvió, por supuesto, para mejorar el afecto real. Y para colmo...

Es que hay que tener mala suerte. Normalmente, se dirigía la orquesta con una partitura enrollada a modo de batuta. Pero aquel día Lully lo hizo con un bastón (*), quizá porque quería transmitir a la orquesta y al coro -más nutridos de lo habitual- toda la energía del mundo. Y con tanta energía dirigió, que se golpeó un pie con el bastón, haciéndose una herida en el dedo meñique.

Nada, una heridita aparentemente sin importancia. Apenas le prestó atención. Pero la higiene no es que fuera mucha en aquel tiempo y menos en dicha parte del cuerpo y en pleno invierno. La herida no sólo no se curó, sino que en unos días empezó a mostrar mal color. Su médico, Mr. Alliot, empezó a sospechar y temer. Y en poco tiempo los malos presagios se confirmaron: gangrena.

El médico propuso una solución drástica: "Baptiste, sería bueno cortar el dedo". Pero Baptiste no estaba por la labor. Y la gangrena avanzaba.

"Baptiste, insistió el cirujano unos días más tarde, convendría cortar el pie". Pero Baptiste siguió negándose. Se movía, además, por su habitación un extraño elemento (no está muy claro si era médico o cirujano graduado o un mero charlatán) que le había prometido la cura en quince días. Pero pasado el plazo, la herida no mejoró. Y enfermo que no mejora, empeora. Sobre todo, si es una gangrena el mal.

"Baptiste, volvió a la carga el médico, deberíamos cortar por lo sano” (se iba ya por la pierna). Baptiste, erre que erre. Y la gangrena, también.

Poco después, desesperado, Lully ofreció -en un periódico publicó el anuncio- una gran suma de dinero a quien le arrancara de las garras de la muerte. Demasiado tarde. Estaba ya en las últimas y no había remedio ni cirugía que valieran. El sábado 22 de marzo de aquel año del Señor de 1687, entre las nueve y las diez de la mañana, Jean Baptiste Lully entregó su alma. En noviembre habría cumplido 55 años.

(*).- El famoso bastón (cuya existencia discute Philippe Beaussant, pero admite sin reservas Jerôme de La Gorce) afirmaba conservarlo en el siglo XVIII como una de sus más preciadas reliquias laicas el príncipe de Mónaco.

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